Desde
la capital, Teruel, siguiendo la línea de los montes hacia el oeste,
nos adentramos poco a poco en la sierra de Albarracín buscando el
pueblo estrella de esta ruta.
Pasamos
por Cella, entre calles como las de tantos pueblos, con algún que
otro escudo en las fachadas de las casas, donde se viven días de
silencio y rutinas rurales sólo rotas los meses de verano.
Poco
a poco nos adentramos en la sierra de Albarracín que pertenece a los
Montes Universales. Un nombre rimbombante ¿verdad?
Por
aquí viene a la vida el río Tajo, el mismo que rodeará Toledo y
después se hará grandioso frente a Lisboa, antes de encontrarse con
el océano Atlántico.
Nada
hace pensar que detrás de aquella cerrada curva se halla
Albarracín, uno de los pueblos más hermosos de España.
Albarracín
se conserva igual que en el S. XVII, cuando se construyó, con un
perfil tan inconfundible y original como bello. Todo lo que fue lo
podemos ahora admirar.
En
la entrada de la ciudad, en su parte baja, hay varias zonas de
aparcamiento, muy cerca de la Oficina de Información Turística.
Allí podéis recoger un mapa que os informará detalladamente de
todo lo necesario.
Este
pueblo está recorrido por una muralla que parece la cola de un
animal mitológico. He tenido la suerte de visitarlo en verano y en
invierno; y es en esta última estación y de noche, cuando
Albarracín cobra su mayor encanto: las luces que la iluminan adoptan
formas que bien merecen ser rescatadas en la cámara fotográfica del
viajero.
El
principal encanto de Albarracín es callejear por todos sus rincones.
Su poder embaucador reside en este laberinto de calles que suben y
bajan.
Aquí
un rellano, allá unas escaleras, detrás un trozo de roca. Hay
detalles por todas partes: los llamadores, los picaportes, las
bisagras … Y el color ocre se adueña de todo.
Es
recomendable llevar zapato cómodo, pues todas las calles están
empedradas, con cuestas y escaleras, y la subida a las murallas se
realiza por un camino de tierra.
Lo
más curioso, así desde lejos, es ese trozo de muralla que asciende
sola por una ladera ya desocupada. Y entonces piensas … ¡qué cosa
rara! … esos muros que un día defendieron a los habitantes de esta
colina, ahora están aislados, sin enemigos por delante, sin
protegidos por detrás. Pero no hay que irse por este cerro que el
pueblo en sí tiene mucho que mirar.
Y
lo que son las cosas: este pueblo de poco más de mil habitantes
tiene Catedral, Palacio Episcopal y mansiones palaciegas de buena
talla.
Os
aseguro que los que disfrutáis haciendo fotos, en Albarracín
estaréis en la gloria. Perdonad las mías porque soy muy mala con
los encuadres, sólo las tomo por guardar un recuerdo.
El
vecino del lugar, generoso como pocos, muestra orgulloso algunos
rincones del pueblo que pasan desapercibidos a los ojos del visitante
y es un placer conversar con ellos.
Si
no estáis cansados subid al barrio de San Juan, donde las vistas son
muy buenas; las escaleras aún conservan láminas de madera
envejecida, juego de terrazas, anchas balconadas y calles tan
estrechas que las casas parecen tocarse.
Cuando
suenan las ultimas campanadas de las 12 de la noche del 30 de abril,
empieza la fiesta típica de los Mayos. Lo recuerdo porque mi nieta
Clara nació un 30 de abril.
"Ya
estamos a treinta
de
abril cumplido
asómate,
moza,
que
mayo ha venido"
La
gastronomía se compone de platos fuertes que ayudan a soportar el
frío del invierno. Son: migas con uva, sopas de ajo, sopas tostadas,
ternasco de Aragón, trucha del río o las conservas de cerdo. Y,
sino, una pizza que también las hay.