dijous, 15 d’agost del 2019

LA COSTA DÁLMATA, LA DE LAS MIL ISLAS




Ciudades venecianas de piedra. Vestigios romanos. Playas de aguas transparentes, azules y verdes. Palacios imperiales. Un montón de islas. Gastronomía mediterránea. El sol luciendo a diario. Todo el tiempo del mundo. Una furgoneta marchosa y un “jubileto” cariñoso a mi lado… ¿Qué más se puede pedir?
Veníamos de recorrer la Península de Istria con una mochila llena de buenísimas sensaciones. Teníamos ya las imágenes de lo que podía ser Croacia al completo. Mapa en mano, en el camping de Bakarac, en el comienzo de esta costa, decidimos que recorreríamos de norte a sur esta franja de más de 2.000 km de longitud. El interior lo dejaríamos para la vuelta.


La costa dálmata está alineada junto a decenas de islas pequeñas  y otras más grandes; por este motivo la llaman “la costa de las mil islas”. Si a eso le añades playas de aguas cristalinas y abundante vegetación en armonía con el mar, comprenderás que nuestro camino nos obligaría a escoger entre parar a cada paso para ver ese mar tamizado de islas o seguir para descubrir la siguiente ciudad.

Había que elegir. Decidimos una visita de un día, con noche incluida, a una sola isla, la isla de KrK que fue la primera que encontramos. El nombre de esta isla no se me olvida porque encontré raro un nombre sin vocales.




La isla de Krk es la más grande de toda la costa dálmata croata y también una de las más conocidas del turismo alemán y austríaco. Parece ser que el turismo español e italiano se decanta más por Hvar o por Korcula. Está muy bien comunicada ya que un puente de peaje la une con tierra firme. (Nos dijeron que ese puente presume de estar en el libro Guinness de los records porque tiene el arco de cemento más grande del mundo).
Apenas cruzar el puente, circulamos en medio de unas montañas rocosas y luego… el mar, ese maravilloso mar  bajo un cielo azul que enamora.

Pernoctamos en una “sobe” (habitación particular con desayuno, en croata, algo así como un bed and breakfast inglés).
La casa resultó una maravilla; todas las habitaciones con terraza y playa privada solo para nosotros.





Seguimos ruta pasando por pueblos tranquilos con puertos pesqueros mediterráneos, con casas de color claro y edificios más grandes de piedra, con campanarios al más puro estilo veneciano.

Uno de estos lugares  fue Senj,  pequeña y turística población costera donde solamente disfrutamos de la imagen de un castillo-fortaleza y un aperitivo en el puerto.


El objetivo del día era llegar a Zadar, buscar alojamiento y sentarnos en las gradas del muelle para ver el atardecer más hermoso del mundo. (Había leído en una revista que el propio Alfred Hitchcock lo había dicho).
Podíamos haber llegado cómodamente a Zadar por la autopista nueva que recorre el país de arriba abajo como una espina dorsal, pero  era más romántico hacerlo por la antigua carretera de la costa.
Esta decisión nos pasó factura porque la carretera que serpentea, el mal estado de algunos tramos, el tráfico y unos nubarrones oportunos se confabularon y no vimos la puesta de sol en Zadar.


Por cierto, cenamos bien en un local del barrio conocido por El Borgo (Borik).

La cocina croata tiene todos los ingredientes de la mediterránea y, a lo largo de la costa, hay que optar por los pescados. En la mayoría de restaurantes los pescados se ofrecen en vitrinas a la entrada del local. Son especies muy locales que es imposible traducir ni encontrar en otro lugar.
El plato típico es el “brodet”, hecho con arroz, pescado y cangrejos, caldoso; algo así como una caldereta.





Zadar es un antiguo asentamiento ilirio de hace más de 3.000 años. Es una ciudad bonita y muy viva, sobre todo su centro histórico  que está en una antigua fortaleza veneciana, que se mete en el mar Adriático formando una pequeña península.
En la ciudad encontramos el Foro más grande encontrado a orillas del Adriático, iglesias románicas medievales y la catedral más pequeña del mundo. Me gustó la Iglesia de San Donato de planta  circular que fue construida con sillares y trozos del foro romano.



Sibenik es otra de las ciudades importantes de la costa croata y dista unos 70 km al sur por lo que hay que calcular más de una hora si circulas por la carretera de la costa. Pasamos de verla y, ahora mismo, no recuerdo el porqué. Quizá estábamos impacientes por llegar a la bella Trogir, a unos 60 km más desde Sibenik.


Llegamos a Trogir al caer la noche y caminando por las callejuelas tenuemente alumbradas y rodeados por las murallas que la protegen, una se siente transportada a la edad media. Aquí sí que merece la pena tomárselo con calma.
Trogir ocupa una isla pequeña unida a la costa por un puente que hay que atravesar como entrada. (Se puede aparcar en una zona del exterior). Entras en el centro amurallado y ves edificios  medievales, iglesias románicas, palacios y un castillo. Trogir recuerda uno de esos lugares que el viajero Marco Polo describía en sus libros.
Los croatas dicen que Marco Polo nació en la cercana isla de Korcula, aunque lo único que está demostrado históricamente es que allí fue detenido por los genoveses, y que en una celda de Génova escribió sus famosos viajes.
Todas estas curiosidades las leía en un folleto turístico mientras esperábamos nos trajeran una pizza en una terraza de la Piazza, enmarcada por la Catedral, el Ayuntamiento y la Logia del antiguo mercado. ¡Todo un lujo para recordarlo ahora!
Un nuevo día amanecía y de nuevo en marcha con nuestra “Carmela”.






El trozo de litoral que recorrimos, la llamada Riviera Makarska nos recordaba el paisaje de la Costa Azul francesa.
Paramos en Makarska, un pueblo muy pintoresco, pero cerca, dicen que hay otros pueblos más pequeños y escondidos que merecen más la pena la visita.




Los más de 150 km que faltaban para llegar a Dubrovnik los hicimos rápidos porque estábamos impacientes por llegar a “la perla del Adriático”.

Si hacemos un pequeño  apunte histórico tenemos que fue fundada por romanos en el s VII, luego fue bizantina, veneciana y eslava. Pero pasó a ser independiente en 1384 y adoptó el nombre de Ragusa. Al igual que Venecia o Génova fue una República marina con una importante fuerza naval que la hizo rica y poderosa.
Sin embargo Dubrovnik es casi un milagro porque sobrevivió a dos penosas coyunturas: en 1667 un terremoto la dejó en ruinas, y en 1991 durante un año, aguantó más de 2.000 bombas serbias que cayeron sin piedad. Más tarde, toda Europa participó en su reconstrucción y ahora luce de nuevo hermosa.

El casco antiguo es un museo al aire libre; ya sé que esto se dice de muchos lugares, pero de Dubrovnik lo digo en el amplio sentido de la frase: una arquitectura que es arte puro, que se llena de turistas por la mañana y que queda sin actividad de noche cuando marchan los cruceros; lo dicho, un museo.
Entramos por la Puerta de Pile atravesando un puente de piedra colgado sobre el antiguo foso de las murallas. Esta es la entrada histórica. Luego se accede a la Plaza de Fuente Grande  y a la calle principal que atraviesa la ciudad de este a oeste.

Dubrovnik es una ciudad cerrada al tráfico donde, además, todo está a cinco minutos andando.
No hace falta llevar ningún plano porque todos los palacios, la catedral y las otras casas nobles están a la vista. Luego están las calles paralelas, estrechas y empinadas, llenas de rincones curiosos. Y por último la impresionante Muralla que abraza la ciudad, con dos kilómetros de recorrido, totalmente accesible, con escaleras  y cuestas no tan sencillas de caminar.

Durante el recorrido nos encontramos con varias torres: la torre Minceta, que ampara el norte de la ciudad de cualquier invasión, el fuerte Lovrjenac, que protege el lado occidental, la torre Bokar, que respalda la puerta Pile, y el fuerte Revelin, que salvaguarda la entrada oriental.
Vale la pena recorrer todo el perímetro de esta fortaleza porque ofrece unas estupendas vistas y la posibilidad de unas hermosas fotografías a los tejados rojizos con el mar al fondo.

Terminó la hora de los “cruceros”, era nuestra hora. Nos acercamos caminando relajadamente por el paseo marítimo y nos sentamos en un banco para ver el ir y venir de barcos pequeños. Las luces amarillas de la ciudad se habían encendido, el espectáculo era hermoso.
Cenamos en un restaurante al lado del mar y probamos especialidades de la región. Luego paseamos por esta parte poco concurrida de la ciudad comiendo un helado.









Al salir de Dubrovnik aparece el perfil de las islas Elaphite, apenas separadas unos kilómetros de tierra firme; justo detrás sobresale la isla Mljer, declarada Parque Nacional. Son las islas más meridionales de esta costa dálmata.



Rumbo a Zagreb, desde este punto, nos despedimos de este mar que nos ofrecía la imagen tal como era hace muchísimos años, limpio, azul, verde y transparente.







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