¿Qué
hacen tres parejas de amigos a primeras horas del alba, sin
desayunar, nerviosas, tiritando de emoción delante de un globo
aerostático en un campo de la Zona Volcánica de Olot, en Girona?
Lo
que hacen es cumplir el sueño de un amigo: poder volar juntos en
globo aunque él, invidente, no pueda ver los lugares que
contemplamos los demás.
Por
verdadera amistad se hace todo, hasta vencer el miedo a las alturas y
eso hacemos. Éste ha sido nuestro regalo de cumple-décadas para el
mayor del grupo porque desde hace muchos años siempre las
celebramos.
Hemos
aparcado nuestros coches a la orilla de un campo de rastrojos de
trigo. Una senda nos conduce hasta ese gigante grandioso que descansa
desmayado en el suelo: un globo aerostático, en él volaremos.
Después
de las explicaciones oportunas, el piloto y sus ayudantes nos piden
colaboración para poner en marcha nuestra aventura.
El
hinchado resulta espectacular. Presenciar cómo este inmenso globo de
más de 5.000 metros cúbicos de volumen empieza a tomar forma en el
suelo gracias a un potente ventilador, es un momento único y prepara
para lo que será una auténtica aventura.
El
piloto empieza a hacer funcionar los quemadores y el efecto de ellos
provoca el levantamiento del globo ante nuestra cara de niños
asombrados. Con el aerostato listo para volar, entramos en la cesta.
Subimos
con cierto temblor de piernas, pero con muchas ganar de despegar. El
quemador ruge con fuerza. Suave y ligero, el globo asciende.
Sin
apremios, sin urgencia, sin ruta, sin destino, sin dirección, ...
Así comienza nuestro vuelo en globo.
Estamos
tensos esperando no sé el qué, algún movimiento, algún ruido...
Pero
el piloto nos informa que podemos empezar a disfrutar del vuelo
porque no tendremos ni ruidos ni movimientos; como es normal en estos
vuelos, éstos no van a llegar. Es la primera vez para los seis,
pero los demás se olvidan que están en el aire y se ponen a hacer
fotos. Cojo la mano de Fernando, mi amigo invidente, y no tengo
miedo.
Subimos
y subimos. El silencio lo embarga todo y los temores de padecer un
repentino ataque de vértigo desaparecen.
La
dirección del vuelo la marca el aire y no es posible regresar al
punto de despegue. El hecho de no ir contra el viento proporciona una
sensación de tranquilidad que si cerramos los ojos, difícilmente
podríamos saber que estamos volando. Esa es la sensación de
Fernando y también la mía.
A
partir de ahora seré yo quien le explique las vistas que estamos
disfrutando, él las verá con mis ojos.
A
nuestros pies cientos de hectáreas de cereales, al fondo los
Pirineos, allí el pueblo medieval de Santa Pau donde hemos
pernoctado, luego el volcán de santa Margarita, las graderas del
volcán Croscat... Lo que más llama la atención son los trozos y
trozos de campos de distintos verdes, ocres y marrones que se
entrelazan como una tela de patchwork. Las ovejas y las vacas son
bastoncitos pequeños, quietos y de color blanco.
La
sensación de placer y tranquilidad es total, mientras los minutos
pasan sin darnos cuenta.
«Ahora
tomaremos una copa de cava y un trozo de coca de chicharrones», nos
anuncia el piloto. Y brindamos por este nuevo regalo que nos da la
vida.
El
día tiene una temperatura agradable y la tenue bruma de la mañana
se acentúa cuando alcanzamos los 1.300 metros sobre el nivel del
mar.
Aquí,
libre de ruidos, sin aire en la cara y en silencio absoluto, tenemos
la sensación de haber invadido tierra sagrada.
Este
silencio se rompe con los comentarios a la información que nos da el
piloto sobre los lugares que estamos sobrevolando.... y aparece a lo
lejos una mancha de agua en forma de ocho, el Lago de Bañolas.
Nos
acercamos ..., nos acercamos …
Mi
amigo me dice que siente la sensación de flotar, que siente que está
viajando sin rumbo, que va hacia donde le lleva el viento...
“¡¡
Doblen las rodillas y agárrense, que aterrizamos !!”- grita el
piloto.
El
quemador deja de vomitar fuego y el globo, como niño obediente,
desciende a tierra hasta situarnos cerca de unos campos de trigo.
Cuando
casi rozamos las espigas, volvemos a sentir sobre nuestras cabezas el
calor del chorro de propano y la brisa nos impulsa hacia un campo de
rastrojos.
La
cesta nos zarandea un par de veces, se arrastra por el suelo y por
fin se para. Hay un detalle al aterrizar: la cesta queda tumbada y
nosotros todos al suelo. ¡Toda una aventura !
Luego,
risas, voces, agradecimientos, comentarios, vuelta al lugar de
partida y una suculenta comida de payés con productos de la zona.
Desde
la tranquilidad que da el saber que ese día todo terminó bien,
puedo deciros que vivimos una experiencia fascinante que no dudo
repetiré otra vez si tengo ocasión.
El
recuerdo de los bellos paisajes que contemplamos desde allí arriba
vuelven a mi mente como algo que, por extraordinario y breve, parece
que no hubiera ocurrido realmente. Pero tenemos el testimonio de las
fotos, el diploma de vuelo y lo mejor, los comentarios tan felices
de nuestro amigo Fernando.